Por Nelly Villegas
-¡En
vacaciones te llevaré a una ciudad muy linda donde conocerás el mar! -dijo la
mamá a Sarai.
Desde
entonces la niña soñaba con el mar. Todos los días, al levantarse, corría a su
calendario: Faltan 30 días, faltan 29, faltan 15, faltan…! Finalmente llegó el
día esperado.
-¡Mañana
conoceré el mar! -exclamó Sarai.
El
viaje en autobús desde el pueblo había sido largo, sin embargo el anhelo de la
niña la mantuvo en vigilia. Cuando el anuncio luminoso indicó que estaban entrando
a la ciudad su corazón saltó de alegría. Terminaba el viaje, empezaba su
aventura. Emocionada, abrió la ventanilla y al mirar hacia afuera exclamo
eufórica:
-¡Mamá,
aquí también hay neblina!
-¿Qué
dices, Sarai? -la madre miró hacia fuera.
-¡Eso
no es neblina, Sarai, es la bruma del mar!
-¿Y
qué es bruma, mamá?
-¡Virgen
del Valle! –exclamó una señora- ¿Y de dónde viene esta gente? ¡Qué bruma ni qué
neblina! ¿Cuándo se ha visto neblina en Oriente?
-Entonces
¿qué es, señora? -preguntó Sarai.
-¡Eso
es calima, mija, calima! -contesto la señora, muerta de la risa.
-¿Y
qué es calima, señora?
-¿Cómo
te lo explico, mija? Mira, la calima es como un polvillo que suelta la fábrica
cementera porque no tiene unos filtros que le faltan, y que han dicho que se
los iban a poner, pero nada de nada.
Los
enormes ojos de Sarai se abrieron aún más para preguntar:
-Pero
si es polvo de cemento, ¿no hace daño?
-Yo
no sé, niña, hasta allá no llega mi sapiencia -explicó la señora con un ataque
de tos que se le vino de pronto. Sarai intentó ayudarla, pero una oleada fétida
invadió el interior del autobús, obligando a la mayoría de los pasajeros a
llevarse la mano a la nariz Sarai nuevamente se dirigió a la señora:
-¿Y
ese olor qué es?
-¿Qué
va a ser, muchacha? Es que están vaciando los camiones ahí en el basurero ese.
-¿Un
basurero en plena ciudad? -dijo la niña mientras se tapaba la nariz al igual
que el resto de los pasajeros para evitar la asfixia.
Sarai
evocó el aire fresco de su pueblo, el aroma que despiden los claveles recién
cortados, la espuma del río, las calles de piedra adornadas con jardines por
donde ella y sus amigos corren cuando salen de la escuela. Con esta evocación
sintió un gran alivio, pero éste se disipó tras un enorme impacto que se sintió
en el autobús.
-¡No
puede ser!¡Caímos en el agujero negro! -exclamó la señora que salía así de su
ataque de tos.
-¿Agujero
negro? -indagó Sarai.
-¡Un
hueco enorme, mija, que tiene no sé cuánto tiempo y no lo terminan de tapar!
Acto
seguido el chofer del autobús hizo el anuncio:
-Estimados
pasajeros, lamentablemente no podemos continuar.
-¡Ni
falta que hace! Menos mal que esto pasó justo llegando. ¡Qué más queda,
tendremos que caminar! –dijo un señor malhumorado.
Bajaron
presurosos a retirar sus maletas. Sarai estaba tan emocionada que no percibió
la escena que ofrecían dos grandes estructuras de concreto que se mostraban
imponentes, una a cada lado de la avenida. y que daban testimonio de abandono,
no así la mamá, quien miró tristemente
el paisaje y se apresuró a tomar un taxi para alejarse del lugar. Al llegar a
la habitación del hotel, Sarai sacó de la maleta el traje de baño y se lo
colocó sin consultar, mientras la mamá se recostaba en la cama. Al verla, la
madre le dijo:
-Sarai,
vamos a descansar un poco y mañana iremos a la playa.
-¿Mañana?
-Sí,
corazón, mañana temprano tomamos la lanchita y vamos a la playa.
-¿Por
qué hay que tomar una lancha si tú me dijiste que el mar estaba en la ciudad?
-Y
lo está, hija, solo que sus aguas no están aptas para bañarse, por eso tenemos
que ir a otro lugar.
Sarai,
a punto de romper el llanto, dijo:
-¿Y
qué sentido tiene que el mar esté en la ciudad si no me puedo bañar en él?
Tratando
de calmarla, la mamá le aclaró:
-Sarai,
te dije que en esta ciudad conocerías el mar, no que te bañarías en él. Mañana
iremos a la playa, ¡por Dios, deja la impaciencia!
La
niña rompió a llorar, desconsolada. La madre, al verla así, se sobrepuso del
cansancio, la atrajo a su regazo y le dijo tiernamente:
-Solo
quería que descansáramos un poco, ya cálmate. Vamos, te llevaré para que veas
el mar.
Al
rato ya caminaban por la acera costera cuando a Sarai le pareció oír un gemido
lastimero que salía de algún lado de la ciudad:
-¡Ayyyyyyyy!
Sarai
agudizó el oído y volvió a oír:
-¡Ayyyyyyyyyy…
Ayyyyyy!
-Mamá,
¿oyes ese lamento?
-¿Cuál
lamento, Sarai?
-Es
como un llanto, mamá, ¿no lo oyes?
-La
verdad es que no oigo nada.
El
quejido se multiplicaba en muchas voces que provenían de todas partes y de
ninguna a la vez.
Sarai
enfocó sus sentidos para prestar atención:
-¡Ayyyyyyyyyy!
¡Pobre de mí!
-Mamá,
¿las ciudades lloran cuando están tristes?
-Sarai,
¿de dónde sacas tantas cosas?
-¡Contéstame,
mamá!
La
madre no encontró qué decir.
-No
lo sé, hija.
-Mamá,
si todo está vivo y tiene corazón y siente, como dice la abuela, entonces yo
creo que sí. Y si somos un solo corazón latiendo, como tú dices, entonces las
ciudades también se pueden poner tristes.
-¡Qué
cosas dices, Sarai!
Sarai
tenía razón. Era la ciudad que lloraba sin encontrar oído alguno que percibiera
su llanto. Al mirar hacia un costado, Sarai vio venir a una mujer que al
parecer simbolizaba la ciudad, y quien le hablo:
-¡Ay,
cuánto decepción veo en tus ojos, mi niña! ¡Estoy tan apenada! Este traje de
remiendos y esta fetidez en mi piel me han envejecido. Has llegado en mala
hora, dulce criatura, creo no ser digna de tu mirada inocente. ¡En mí solo se
respira abandono! ¡Ni siquiera está hoy dispuesto para ti ese mar tan imaginado
en tus deseos infantiles!
-No
diga eso, señora ciudad -le contestó Sarai-, digamos que no era lo que yo había
imaginado, pero tampoco es para tanto.
-Tú,
criatura que vienes de verdes bosques, de olor a rosas y jazmines. Tú con
raíces, arraigo, sentido de pertenencia, ¿qué puedes hallar en mí que no sea
desolación? Agradezco tu gentileza, linda niña, mas el concreto, la basura, la
anarquía en mis calles, han alejado de mí todo vestigio de humanidad. Dentro de
mí ya no hay espacio para la ternura, ahora soy un hoyo profundo de rabia y
dolor. ¡Cuántos recuerdos desaparecidos en esta hora, lejanos! Tan lejanos mis
días de aguas cristalinas, de redes con olor a puerto, de turistas llegando en
sus veleros, lejanos tan lejanos, que ya ni me acuerdo.
-Bueno,
señora ciudad, yo no llegué en velero sino en autobús, pero le prometo que la
próxima vez le digo a mi papá que nos traiga en un velero para que usted se
sienta feliz.
-La
verdad, dulce niña, es que no sé cuándo empecé a convertirme en esta ciudad
hostil que hoy ven tus ojos. En mis horas de silencio, cuando todos duermen, me
pregunto: ¿Cómo fue que me convertí en esta que ahora soy? Busco respuestas y
las dudas se multiplican. A veces creo que la indiferencia hacia mí entró de
polizonte en uno de esos barcos de carga que llegaban desde tierras lejanas. Me
disfrutaban y seguían. A veces pienso que la irresponsabilidad de la dejadez la
tienen los zamuros de acero, esos balancines de metal que se instalaron en mi
vientre, que me penetran sin piedad una y otra vez, solo pendientes de extraer
mis riquezas, sin importarles que en mí ya no queden parques, ni siquiera
flores para adornar mi pelo. A veces pienso que la responsabilidad es de los
que me habitan, que perdieron el vínculo conmigo, ya no se enorgullecen de mí, ni mucho menos
sienten que les pertenezco. Ah, mi niña, ni qué decir de los politiqueros que
me aman, me prometen y después poco les importa que vaya directo al
despeñadero.
-Señora
ciudad, ¿no estará usted exagerando un poquito?
-¿Qué
exagero dices, dulce niña? Si me quisieran tan solo un poquito podrían sentarse
todos, aunque fuera una vez alrededor del fuego, hacer a un lado la
indiferencia y avizorar la solución como hacían los ancestros. Cada día percibo
que me apago más por sentir tantos corazones de concreto. Nadie se pregunta: ¿a
dónde se fueron los pájaros, los peces, los parques, las flores, las iguanas?
-No
se ponga así, seguramente se fueron a dar un paseo, pero pronto van a regresar…
La
ciudad soltó una carcajada tras las ocurrencias de la niña.
-Gracias,
mi niña. ¿Sabes?, al igual que a una madre, a una ciudad la hace feliz tener
mucho para dar. Aunque no siempre fui así, al igual que tú desprendí alguna vez
inocencia, frescura, renací durante las lluvias, ¡vestí flores de mayo para
todos!
-Usted
va a florecer de nuevo, no pierda la esperanza, señora ciudad. Tenga la certeza
de que hay muchos que la aman y la van a escuchar. Solo vine de turista por un
fin de semana y nada más, pero le prometo que la recordaré siempre a donde
vaya, en los claveles que se cultivan en mi pueblo, en los bosques donde juego
y donde echo a volar mis sueños, en los ríos, en los pájaros y sus cantos
mañaneros. No la olvidaré nunca, usted quedará en mi imaginación como la ciudad
que dialogó conmigo y se mantendrá en mi memoria como la ciudad donde conocí el
mar.
La
ciudad le dio a la niña un beso en la frente, la tomó de la mano y caminaron
juntas hasta que ella se fue fundiendo con las aguas de su mar. En ese momento
para Sarai todo desapareció y solo quedó la azul inmensidad del mar juntándose
con el cielo. Sarai exclamó:
-¡Gracias,
mamá! ¡Qué bella es esta ciudad, con los pelícanos, el paseo, su gente y su
mar!
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