LA ESPERA DE MARGARITA - Cuento breve

                                                         Por Nelly Amparo Villegas                                                   

                                                            Para Adriana y su mamá 

-¡Hoy sí va a llegar el barco, lo sé!

La mañana ha amanecido nublada y me dieron ganas de salir corriendo al puerto. Como todos los días mi perro Ulises había venido a saludarme; sin darme tiempo a nada, sus grandes patas ensuciaban mi cama y me lamía la cara como si yo fuera un helado. A mí me encantan sus besos fríos y babosos, pero en ese momento mi necesidad era más fuerte que el afecto que le tenía. Los que sepan de amor me sabrán entender, pero ¿qué va a saber Ulises de enamoramientos si apenas ronda los cuatro meses de vida perruna? Me vestí con la velocidad propia del rayo y salí disparada hacia la playa.

Cuando llegué al muelle la brisa aún pasaba liviana. La señora Juana ya estaba sentada esperando el barco. Me senté con cuidado para no interrumpir el silencio que giraba a su alrededor. Los pelícanos volaban en lo alto, luego en picada se sumergían al fondo para después salir del agua llevando en su pico el alimento. Me quedé por un momento viendo las ondas del mar y contemplando el cardumen de atún que se deslizaba por la superficie. Y sin darme cuenta se activó nuevamente mi angustia que, por cierto, hoy llega a quince días.

-¡Si por lo menos estuviera aquí para contarle esto que siento! Él, que es hombre de mar y sabe tanto de amores, me diría qué hacer. ¡Seguro que primero me regañaría, como la vez que le quemé la cola al gato, pero después se reiría conmigo y me hablaría del amor! ¡Le haría tantas preguntas! Pero hoy va a llegar, yo sé que va a llegar… Nuevamente los atunes dibujaban una sombra que se movía con rapidez en el agua. Esta vez venían en sentido contrario.

-¡Odio los atunes! ¡Los odio! ¡Y tener que recordarlos cada vez que alguien me llama, porque a mi mamá no se le ocurrió otro nombre para mí que el de Margarita! ¿En qué estaría pensando ella cuando yo nací, en los atunes o en el mar? ¡No me gusta ese trabajo para él! Virgencita del Valle, mándale otro trabajo para tenerlo más cerca. ¡Te prometo que te haré el altar más bello que hayas tenido y lo exhibiré en mi casa todos los meses de septiembre, en lo que me resta de vida! Estaba tan sumergida en mi diálogo interno que casi ni me di cuenta de la presencia de Ulises, y junto a él estaba Luis, el alumno nuevo que llegó a nuestro salón del sexto grado “B”, hoy hace quince días.

-¿De nuevo esperando? -me preguntó.

-Sí -le contesté, suavecito para que no notara que estaba temblando.

-Pero hoy no es día de desembarque…

-Ya lo sé.

-¿Y entonces?

- ¿Entonces qué?

- ¿Por qué has venido a esperar?

No tuve que responder. En la distancia, más allá del cerro, en esa línea recta que se forma de la unión del cielo y el mar, como salido de un sueño, a lo lejos se divisaba un barco entre la bruma. La señora Juana se levantó de un salto. Luis estaba tan sorprendido que tenía la boca abierta. Yo saltaba de alegría, y Ulises movía su cuerpo, agitando la colita.

El barco atunero “La gaviota” por fin llegaba al puerto después de diez largos meses de haber zarpado. Se deslizó suavemente hacia el muelle dejando una huella larga en el agua. La gente arremolinada parecía un ciclón, algunos agitaban los brazos; otros gritaban. Cuando finalmente se abrieron las compuertas, vinieron las lágrimas primero, los festejos después, o mejor dicho, todo al mismo tiempo. En medio de tanta gente no podía ni moverme y como pude llegué hasta la entrada del barco y allá a lo lejos lo vi venir agitando como siempre su sombrero:

-¡Papá, papá! -grité como loca, y corrí hacia él.

-¡Mi greñudita, qué linda estas!

Salimos del bullicio tomados de la mano. La señora Juana seguía absorta mirando el mar, dos lagrimas gruesas acompañaban su silencio, haciéndolo tan grande y profundo que me dio un pesar que sentí en el estómago. Apreté fuerte la mano de papá y pase por el lado de la señora Juana, casi sin mirarla. Luis, desde la otra orilla del muelle, me guiñaba el ojo. Ulises caminaba dando saltitos y moviendo la cola. Mi papá, el capitán Ramírez Guerrero y yo, finalmente caminábamos hacia la casa, empujábamos el día que a esa hora ya casi llegaba a la mitad.

 

 

 

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