Me encanta el teatro, la escritura,
escribir historias, represarlas, disfruto mucho oyendo y contando cuentos. Lo
he hecho por mucho tiempo para las niñas y niños, que van con sus padres a
nuestra sala de teatro en Puerto La Cruz (Venezuela), y para todo público,
incluyendo perros y gatos. Resulta que, por rebote, también por muchos años he
contado indirectamente esos cuentos a los adultos. Por esa vía he aprendido a
disfrutar de las caras risueñas y felices de las niñas y niños que se reflejan
en los padres o representantes que oyen los cuentos. Supongo que, al igual
que yo lo ignoraba, ellos (los adultos con caras risueñas
oyendo cuentos) ignoraban que dentro de nosotros habita un niño-niña
vulnerable, inocente, amoroso, y sabio, esperando que en algún momento de sus
vidas se dieran cuenta y se dedicaran a sanar e incluir en sus historias
personales las muy diversas heridas sociales que impiden que este niño/niña se
incluya y se manifieste en este adulto de cara seria aunque con semblante de
niño relinchón.
Como la divinidad interna tiene sus
métodos para llegar hasta nosotros, la herramienta de contar cuentos fue para
mí una terapia tremenda, pues yo era una de las que ignoraba que la
primera que se sentaba en primera fila a oír y disfrutar de los cuentos era la
niña de sentimientos heridos que reclamaba mi atención. Ella, muy calladamente,
se fue manifestando pasito a pasito, y al cabo de los años -llena de impotencia
debido a la insensibilidad que en aquella época me embargaba- lanzó un grito
tan fuerte que sus vibraciones de amor desinflaron todos los castillos de arena
que había edificado y donde habitaba. Me fue imposible no oírla. Al
principio fue como salir de un cuarto muy oscuro, así que la ceguera tardó en
disiparse. Fue como sobrevivir a un choque de trenes, así que el shock y el aturdimiento
no se fueron tan fácilmente. Sentir que todo lo que habíamos construido, y
creíamos que éramos, se desvanece ante tus pies no es nada agradable, ¡se los
aseguro! Es como lanzarse en una piscina sin agua. Duele y mucho.
La sabiduría popular, que no sabe mucho de
leyes pero sí de la vida, describe la ley del ritmo universal perfectamente
cuando dice: “Después de la tormenta viene la calma”, así que después
del huracán emocional que este derrumbe ocasionó, y ya en el silencio de la
soledad, pude ver a mi muy traviesa niña muerta de la risa, viendo lo que había
ocasionado y de paso contándome cuentos. Sí, así como se los cuento, ¡muerta de
la risa! O dígame usted, ¿cuándo ha visto a un niño/niña llorar o patalear por
más de media hora? ¡Jamás! No, señor, ellos agotan su energía y san se acabó.
Terminó el drama. Se cayó, le dolió, lloró, se disipó el conflicto y al ratito
se puso a jugar. Esa es la fortuna de ser infantes. Niños llegamos y hacia
allá debemos retornar antes de partir. No en vano existe esta frase bien
conocida del maestro Jesús: “Dejad que los niños venga a mí, porque de
ellos es el reino de los cielos”.
Los cuentos sirven para todo, para ayudar
a dormir, para avivar la imaginación, para aprender el gusto por la lectura y
hasta para estimularnos a comer, a vestirnos y a vivir, ¡se los aseguro! Por
mucho tiempo, junto al grupo de teatro en el cual me desarrollé
profesionalmente, fui contadora de cuentos a tiemplo completo y sobrevivimos
algunos años en este arte. El detalle con los cuentos es que, al igual que
los papagayos, les encanta volar. Y cuando perdemos el hilo ¡se nos escapan! La
diferencia es que el papagayo se eleva al cielo, mientras que nosotros
descendemos a los infiernos. Sí, porque cuando los cuentos vuelan se salen de
nuestras bocas, y es cuando se nos enreda el papagayo, porque allí termina la
contadora y sale a flote la actriz con todos sus personajes, y las mentiras,
con todas sus máscaras, empiezan a desfilar por nuestras cara sin ser vistas.
Tienen una gran capacidad para engañar, para camuflajearse y echarle tierra a
nuestros ojos, así que pasará mucho tiempo sin que nos demos cuenta de que
andamos llenos de máscaras, producto de nuestros cuentos.
Les explico el por qué de todo esto de las
máscaras, y los cuentos parecen trabalenguas tramados, que si uno no se pone
las pilas termina más enredado que gallina criando patos, como decía mi difunto
padre, que en paz descanse. Decía que cuando llegamos a este punto en que los
cuentos se salen de nuestra boca, hacen de las suyas y todo se convierte en un
teatro, un drama. Sí, la justificación perfecta para todas nuestras
equivocaciones, imprecisiones e irresponsabilidades. Por ejemplo, si llegamos
tarde a una reunión porque nos quedamos dormidos, agarramos un cuento y lo
presentamos: “Ay, es que había una cola insoportable”. Si
tenemos una cita con un amigo y estamos cansados y decidimos no ir, ¿qué
hacemos? ¡Inventamos el cuento de: “Ay, amigo, me siento muy
mal, casualmente me empezó una gripe”. Pero vamos a hacer una cosa muy
simpática. Le voy a prestar mis dedos momentáneamente a la actriz y sus
personajes para que nos hable un poco más sobre esto de las máscaras y los
cuentos, ¿les parece? Imagínense ahora que están en un teatro. Se apagan las
luces y sale la actriz al escenario y empieza la ¡acción!
Actriz: Qué bello el teatro,
¿no? Las luces, la música, los trajes, los actores; el hecho de aprenderse los
libretos, crear los personajes, representarlos y, sobre todo, ¡las máscaras!
¡Qué lindas las máscaras! Tan elegantes, tan cómplices. Nos dan la oportunidad
de ocultarnos el rostro. Qué fácil es sonreír detrás de las máscaras, ensayar
muchas sonrisas, tener una para cada ocasión, para cada detalle, para cada
personaje… Cada personaje que se evade detrás de las máscaras es como ojos que no
miran. Emite risas que no suenan. Un sentimiento sin esencia alguna. ¡Me
encantan las sonrisas detrás de las máscaras! A ver,
ensayemos algunas máscaras (se coloca máscara); ésta,
por ejemplo, es la de niña inocente, que ante la presencia de quienes la miran
aparenta no haber partido un plato (sonríe), pero cuando está
lejos de las miradas (le da un coscorrón a alguien del público) –ah,
perdón, fue sin culpa- ¡quiebra la vajilla completa! (Se coloca otra
máscara): Ésta es la de la pícara sensual (sonríe
inocentemente), la coqueta calladita que no se atreve a mostrar todo el
fuego que lleva por dentro porque sabe que puede quemarse junto con el incendio
que provocaría. (Cambia de máscara): Ésta es la de la sonrisa
complaciente, con la cual dice a todos: “¡Sí, claro! ¡Sí, vale!” Aunque lo que
le provoque es… (voltea con rabia y quiere gritar) ¡estrangularlos
a todos! Sí, las máscaras nos dan la oportunidad de convertirnos en muchos
personajes. (Colocándose otra máscara) Con esta soy ¡la mujer
cuatro por cuatro! La que no necesita ayuda de nadie. Ella sola es capaz de
hacerlo todo. Es incapaz de pedir ayuda aunque esté a punto de formársele una
hernia. Vence cualquier barrera que se interponga entre sus objetivos. La hace
tan fuerte que puede llevarse por delante a quien sea con tal de demostrar que
es súper poderosa. (Se coloca una máscara). Con ésta soy la
controladora, la que todo lo manipula, lo planifica, sin dejar nada para la
espontaneidad. No, señor, con esta es capaz de tener el control total de las situaciones,
incluidas sus relaciones, como una perfecta computadora. (Se coloca
nueva máscara): Con esta soy la niña malcriada, capaz de manipular al
más severo padre, esposo, hermano, amigo (Hace una pataleta), con
tal de llamar la atención y sentirse especial es capaz de llorar y patalear
todo un día, ¡que se los digo yo, que soy una experta en ésta! (Se
coloca otra máscara): Y con esta soy la pobrecita
yo, la que busca la compasión de todos por ser tan sufrida y
dice: ”Lo que pasa es que a mí nadie me comprende, ni me
ayuda. Yo sola tengo que resolver mi vida, no tengo tiempo para nada, tengo que
atender a los niños, el trabajo. De mi hermana prácticamente soy el marido; de
mi mamá, que está enferma, soy la enfermera, porque de mis cuatro hermanos
ninguno se quiere ocupar de ella, y de paso en la noche debo atender a mi
esposo...¡Ayyyyyyy, pobrecita yo!” (Riendo) Definitivamente,
las máscaras son un poderoso recurso. Sí, las máscaras son de mucha ayuda para
aliviarnos la vida, nos permiten ocultarnos y salir de situaciones embarazosas. Imagínense
si tuviéramos que mostrarnos ante los demás tal cual somos, ¡todos los demás
saldrían corriendo! No, qué desastre, ni nosotros mismos nos
soportaríamos. (Dándole máscaras a los espectadores muy sonrientes): ¡Vamos,
tengan, pónganse las suyas rápido antes de que los delaten!
Gracias a la actriz y sus personajes
por tan linda ilustración. Ahora les cuento que yo tenía toditas esas máscaras.
Algunas eran tan deformes que casi me matan del susto. Sí, así como lo oyen,
con mi carita de mosca muerta y todo. Lo que pasó fue que de tanto representar
personajes y dramas me quedé dormida un día y cuando desperté me miré al espejo
y ¡sorpresa, aquí estamos! ¡Estaban todas ahí! ¡Si, las máscaras y los
personajes, todos a mi alrededor! Las máscaras se disputaban mi rostro, y los
personajes se disputaban un espacio dentro de mí. ¡Las máscaras haciendo mil
muecas! Y los personajes haciendo sus expresiones corporales respectivas y
emitiendo opiniones al mismo tiempo. ¡Todo un alboroto circulando por mi
cuerpo! Toda la demencia interna que me acompañaba desde la niñez se me
proyectó en un momento, en el aquí y ahora. Fue un tiempo de mucha confusión,
un sin sentido. Sentía la falsedad. Dudaba de mí. ¿Era los personajes que representaba?
¿Las historias que escribía? La gran pregunta surgió: ¿Quién
soy? ¿Acaso la actriz a la que le encanta crear personajes? ¿La
cuentera que le gusta narrar historias? ¿La dramaturga que gusta de inventar
historias? ¿O quizás la mujer infeliz, gris y desvalorizada que logré ver por
esos días. ¿O ella era una ficción más de las tantas que tenía en la mente?
¡Tamaño lío se me formó!
Me parecía que lo que estaba viviendo eran
mentiras creadas por la mente, por la pasión de la ficción del teatro. Solo que
no entendía nada: ¿cómo?, ¿por qué ¿y para qué había creado todas esas
mentiras? En mí existía la certeza de que todo tenía alguna explicación lógica,
ya en mi interior había empezado a oír a una mujer con voz muy suave que
me venía hablando de un tiempo sin medida, donde el corazón volaría libre como
el viento, solo que para que ese tiempo llegara había que hacer un giro a la
historia porque iba por el rumbo equivocado. No entendía nada, estaba muerta de
miedo, fue demasiado para mí, así que enloquecí.
La escritura en todos sus géneros es la
herramienta que siempre me ha ayudado a encontrar el lado amable de las
circunstancias que me ha tocado experimentar. Por más dura que sea la situación
que estemos viviendo, siempre hay un lado amable que nos aporta un valioso
aprendizaje para seguir adelante. Siempre nos espanta toparnos con las sombras
que se presentan en este viaje de aventuras que es la vida, pero cuando las
cruzamos se nos muestran como lo que son: ¡tigres de papel! Mentiras con las
distintas máscaras que conforman nuestra falsa personalidad. Haciendo uso
de un término terapéutico actual diré que este es un ejercicio de escritura
sistémica, que quiero compartir cómo llegué al estado de alteración temporal de
conciencia y de cómo regresé a la cordura, al sentido común, a la
vida. ¿Saben?, es que me muero de ganas por estar libre de máscaras y de
personajes secundarios (entendiendo por supuesto que este es un trabajo de toda
la vida, de minuto a minuto y que solo terminará tras nuestro último aliento).
Así que la intención es compartir la experiencia, por si acaso a alguien le
puede servir para su aprendizaje personal.
Antes de despedirme quiero sostener a mi niña interna en su más profundo anhelo y decirle: ¡Vaya revolcón que nos dimos, pero crecimos y vamos a seguir jugando, apostando a la esperanza en este teatro/escuela que es la vida. Pero la diferencia es que esta vez somos el personaje principal de la historia y elegimos VIVIR SIN MÁSCARAS